“A un pobre, juzgado y condenado por todos, ajusticiado como blasfemo, como esclavo y criminal, a ese pobre lo celebramos con agradecimiento y con fiesta, y hoy lo declaramos, no sólo nuestro Rey, sino El Rey del universo, ¡El Rey!
Ese hombre, Jesús, con su púrpura de burla, su corona de espinas, su trono de crucificado, ése es el Rey ante quien nosotros nos inclinamos, ése es el Rey a quien hoy aclamamos diciendo: El Señor reina, vestido de majestad.
En ese hombre, en ese pobre, en su abandono, en su debilidad, reconocemos el amor que da consistencia al universo, la fuerza que lo mueve; en ese retoño sin aspecto atrayente, en ese desecho de hombre, reconocemos al Hijo más amado, en quien el Padre quiso fundar todas las cosas: Así está firme el orbe y no vacila.”
En ese crucificado reconocemos a Aquel que nos amó y nos liberó de nuestros pecados y nos ha convertido en un reino, y nos ha hecho sacerdotes de Dios. De ese hombre nos fiamos. A ese Rey le abrimos de par en par las puertas de nuestra vida
Sea que lo recibamos resucitado y humilde en la divina eucaristía, sea que lo recibamos herido y necesitado en el cuerpo de sus pobres, es siempre el Rey quien entra en nuestra vida, es el Señor quien se sienta como rey eterno, es el Señor quien bendice a su pueblo con la paz.
Así con este Rey crucificado, vivo en la humildad de la Eucaristía y en el cuerpo de los pobres, el “¿por qué?” se nos hace entrega confiada a los caminos misteriosos del Dios que crea vida de la muerte en los caminos de nuestra vida. Y esto lo celebramos porque es paso liberador de Dios.” (cfr Mons Agrelo)
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